martes, 26 de enero de 2016

REVERENCIA, CONTRADICCIÓN e IMPOSIBILIDAD: tr3s puertas a Dios


Por Emmanuel Sicre, sj

La experiencia de oración tiene una puerta de ingreso: la reverencia. Sólo cuando llamamos a esa puerta se nos permite entrar al misterio del encuentro con Dios. ¿Es que acaso se trata de una reverencia superficial o protocolar como si nos encontráramos ante una autoridad religiosa o política? Nada de eso. La reverencia de quien ora parte de una delicadeza de actitud que no viene marcada por una decoración espiritual, sino por la finura de la honestidad del propio corazón ante el misterio. Es decir, cuando logramos estar ubicados en la perspectiva correcta: él es Dios y yo soy un hombre. Esta actitud supone, como es evidente, haber soltado el control de la situación. Si quiero estar con Dios, debo despojarme de todas mis defensas: psíquicas, físicas y espirituales con las que ando habitualmente. Y comenzar a caminar detrás de quien sabe el camino.

De allí en adelante todo pareciera conducir a una condición para entrar en contacto con la fecundidad de Dios. Que el Dios de Jesús sea fecundo en mí depende de que le sea dado un lugar real de nuestra alma, un espacio geográfico con buena tierra, una región verdadera. La condición, entonces, es que le demos el lugar que tiene siempre nuestro ‘yo’ y nos mudemos. Sí, hay que dejar que ese elemento de propiedad privada que tanto protegemos y que en los momentos más duros y difíciles es lo único que nos queda, se quiebre. No es fácil, para nada. Menos aún cuando las únicas formas de disminución del yo que conocemos son violentas. Ya porque las padecimos desde niños o porque aprendimos a infligírnoslas a nosotros mismos con un dejo de masoquismo interior disfrazado de ‘humildad’. Pero, justamente, “la humildad consiste en saber que en lo que se denomina ‘yo’ no hay ninguna fuente de energía que permita elevarse” (Simone Weil).  

La forma en que Dios busca su espacio en el alma para poder trabajar en la disminución del yo es otra muy distinta, se llama misericordia. Funciona así. Una vez que hemos decidido darle parte a Dios, su bondad nos va desvelando nuestra contradicción cotidiana con los demás, con lo creado, con nuestra historia y con nosotros mismos. Entonces, cuando caemos en la cuenta de que hicimos lo que hubiéramos preferido evitar, comienza a florecer una bella vergüenza y un sentimiento de confusión que nos demuestra que el placer de algunas cosas se evapora dejando una sequía. En ese momento en que la contradicción te hace ver en el espejo de aquellos a quienes tanto criticaste, en ese momento es que viene en rescate el perdón para aliviar tu carga y decirte que dobles la cabeza para poder dejar tu orgullo, reconocerte frágil y aceptar ‘el quiebre del yo’. Así es que se comienza a cantar y bendecir: “Gracias, Señor, por los que me han perdonado en el silencio de su corazón”.

Pero hay otro punto más de encuentro que se divisa luego de esta experiencia. Si la reverencia es la puerta de la oración, y la contradicción es la de la misericordia, tiene que haber otro acceso para ir cada vez más hondo en la relación con Dios donde él pueda transformarnos. Hasta aquí no ha pasado más que la aceptación del hombre del perdón que el Buen Dios le ofrece siempre. Pero como Dios no ha querido simplemente ser un dispensador de faltas, decidió ser uno más con nosotros para darnos una vida mejor, de mayor calidad, más viva. Es entonces que se hace hombre, se encarna, se hace historia humana.

Quizá lo curioso no sea la opción de Dios de hacerse hombre, sino la manera. Cualquiera podría pensar que para tener una vida así hay que habérselas con un método muy eficaz. Bueno, sí, pero depende con qué ojos se mire. La estrategia de Dios es irracional, rompe con toda lógica humana: Dios se hace fracaso, fragilidad, pobreza y desde allí promete y da la salud, la justicia y la paz.

Que más de uno diga que esto es imposible, no sería raro. Porque lo es. Pero para nosotros. Así es que hemos descubierto la tercera puerta de acceso a Dios: la imposibilidad. Simone Wiel: “La imposibilidad es la puerta que da a lo sobrenatural. No queda más remedio que llamar a ella. Otro es el que abre”. Y el que abre es un Niño con una Cruz. Es entonces cuando comprendemos que la vida es enorme y a la vez muy pequeña, que es una paradoja fascinante. Tal es así que ante el Recién Nacido se nos descubren nuestras irreverencias, ante un Justo que sufre se nos abre la tapa de nuestras contradicciones y ante la Cruz que redime queda delatada la prepotencia de nuestro yo inflado.   

Toda la itinerancia misionera de Jesús, toda su pedagogía de Dios y su Reino, sus curaciones, liberaciones y bendiciones contadas por los evangelios, reflejan el apuro y la preocupación porque participáramos en este misterio de Dios que ha venido a transformar la vida del hombre. Por eso el Reino tiene una atracción irrefrenable porque invierte la lógica del mundo para invitarnos a la locura del amor al otro hasta dar la vida. Pero ni los discípulos que estuvieron con Jesús, ni nosotros hoy podemos comprenderlo si no es con los ojos nuevos de la Pascua. Sólo la fuerza liberadora del sufrimiento de la cruz redimido nos hace capaces de ver con otros ojos la vida nueva que está en nosotros y a la que nos invita incansablemente el Dios de Jesús. 






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